Cuando pase el tiempo,
esos bancales de naranjos
de verde oscuro satinados,
en que orfebres misteriosos
engarzaron frutos de lumbre,
volverán a la memoria
envueltos en pájaros,
aire y aguas bulliciosas
por las acequias.
Yo se que sus troncos
habrán apresado nuestros corazones
y los habrán sembrado
con sus raíces
en el mundo de los topos y las lombrices.
Cerca del Andarax
los veremos festonear sus riberas,
y, dando saltos,
subirse a los montes y mirar,
allá lejos,
hacia las estribaciones
de Sierra Nevada,
sus cumbres blancas.
Yo quiero un manto de naranjos
que me envuelva en el húmedo
abrazo de sus hojas.
Quiero ser entre ellos
otro árbol, sentir a la tórtola
anidar en mis ramas,
las gotas de lluvia
resbalar por mi tronco
y quedarme inmóvil
cuando el agua o el arado
toquen mis raíces.
Quiero que a sus sombras
coloquen mi sepulcro.
Quiero sentir
que el tiempo se quedó
entre los naranjos entretenido,
absorto en lo más húmedo,
en los cornijales de las huertas,
jugando con las esferas, con los planetas,
los satélites, los quarks
- sus frutos-
que cuelgan entre sus plumajes verdes
de dioses feraces y umbrosos.